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Viviendo la Respuesta del Cordero

II Domingo Ordinario: 1-15-17

La Paz Sea Con Ustedes,

Habiendo celebrado la Epifanía el domingo pasado y el Bautismo del Señor el siguiente lunes, la Iglesia ha entrado en lo que llama Tiempo Ordinario en el calendario litúrgico.  Sin embargo, aunque nos encontramos en una nueva temporada litúrgica, nuestras lecturas de hoy nos hacen saber que no hemos cambiado de rumbo en lo que se refriere a nuestra pedagogía.  En vez, nos encontramos explorando las extraordinarias profundidades de la vida encarnada del Hijo de Dios, Jesucristo, quien como vimos el pasado fin de semana, había venido no solo para que pudiéramos ser iluminados en cuanto a quien es Dios, sino que para que podamos ser radiantes participando en la gloria de su vida.  Este fin de semana se nos da más instrucción sobre cómo debemos vivir una vida que este alineada con la de él.

La semana pasada discutiendo la Epifanía, o la manifestación del Hijo de Dios a los gentiles (i.e. los que no son judíos) como fue simbolizado por la llegada y la adoración de los Reyes Magos ante el niño Jesús, vimos que era importante reconocer que la venida del Hijo de Dios significo la incorporación de todos los pueblos del mundo en la relación especial que Dios había compartido con la gente de Israel.  Esta realidad también tiene una importancia interpretiva para nuestras lecturas de hoy, como lo demuestran las palabras de Juan el Bautista en la lectura del Evangelio de Juan.

En el verso inicial de la lectura del Evangelio de hoy, encontramos que Juan el bautista ve a Jesús y declara, “Ahí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Juan 1:29).  Casi inmediatamente nuestro alejamiento intelectual y cultural de la tradición judía interfiere con nuestra comprensión del texto.  Escuchamos estas palabras y pensamos en un pequeño animalito sarroso; inocente, amable y accesible, y así nos imaginamos a Jesús cómo un individuo amistoso que viene a restablecer nuestra relación con Dios de una manera amable y sin pretensiones.  Sin embargo, en la mente de un judío del primer siglo, el cuadro que inmediatamente le viene a mente era uno de los sacrificios sangrientos del Cordero Pascual, que fue sacrificado y cuya sangre pusieron en las puertas de sus casas en conmemoración de su liberación del cautiverio en Egipto.  Es precisamente la última representación que Juan desea evocar en nuestras mentes con sus palabras, y es así que Juan nos ilumina sobre cómo es que Jesús finalmente ‘quitaría él pecado del mundo’ (Ibid.).

Es con este entendimiento en mente que la Iglesia ha leído tradicionalmente las Canciones del Sirviente Sufriente del libro de Isaías como profético de la obra salvífica de Jesús.  Por ejemplo, en la cuarta y última canción del Siervo Sufriente, él profeta habla del Siervo siendo conducido ‘cómo un cordero al matadero, para que su vida se convierta en una ofrenda de reparación’ (Isaías 53:7 y 10).  Además, dentro de esta canción en particular, el profeta nos dice que el siervo soporta nuestro dolor y lleva el castigo que nos hace enteros, aunque es inocente (Ibid., 53:4-5 y 9).  Así permitiendo una conexión entre él Cordero de la Pascua del Éxodo 12, él cual se nos dice debe estar sin defecto (Éxodo 12:5), y El que sin pecado sufre en nombre de los pecadores, que debido a su estado son incapaces de hacer la reparación en su propio nombre.  En esto vemos la necesaria dimensión pro nobis de nuestra salvación la cual los Padres de la Iglesia insistían.

Por ejemplo, Atanasio nos dice que “la Palabra, dándose cuenta de que de ninguna otra manera la corrupción de los seres humanos se desharía excepto, simplemente, muriendo, aun siendo inmortal y él Hijo del Padre la Palabra no era capaz de morir, por esta razón toma a sí mismo un cuerpo capaz de morir…De donde, ofreciendo a muerte él cuerpo que había tomado para sí, cómo ofrenda santa y libre de toda mancha, el inmediatamente abolió la muerte de todos los que son como el, por la ofrenda de un parecido a él” (En la Encarnación. 9, énfasis mío).  Más adelante explica que participamos tanto en la muerte cómo en la resurrección de Cristo, de una manera muy real tanto al final de nuestras vidas como en nuestra conversión de la oscuridad del pecado a la luz que es la vida en Cristo (Ibid., paginas 20-21 y 30-32).  Fíjense por favor lo que se dice aquí.  Cristo no se ha encarnado simplemente para lograr la salvación aparte de nosotros o para nosotros, sino precisamente para que, por la gracia de su obra salvífica, también nosotros podamos comenzar a vivir una vida conforme a la suya, en otras palabras, que a partir de aquí y ahora, podamos a comenzar a vivir una “vida resucitada.” Así, a la dimensión salvífica “(pro nobis) “por nosotros” se le agrega una dimensión de “con nosotros.”

Este es un punto muy importante, porque nos indica que nuestra salvación no es una cosa muy lejana que debemos esperar para experimentar pasivamente al morir, sino que es para experimentar activamente en Cristo aquí y ahora mismo.  Se ve esto ahora por todas las escrituras.  Por ejemplo, podemos recordar la parábola de la vid y las ramas de Juan 15 donde Cristo nos dice que el ‘Padre es glorificado por la fruta que producimos en Cristo’ (Juan 15:8).  Conecten esto ahora con el prólogo del mismo evangelio donde se nos dice que en Cristo hemos visto “la Gloria que recibe del Padre él Hijo único” (Juan 1:14).  Esta comparación nos permite ver que no es simplemente Cristo aparte de nosotros quien le da gloria al Padre a través de la obra salvífica de amor, sino que participamos en su obra viviendo su mandato de hacer lo mismo (Juan 15:12).  Así podemos decir que, cómo él Cuerpo de Cristo, la familia humana adquiere la identidad corporativa del Siervo Sufriente una implicación prefigurada en muestra lectura para hoy de Isaías.  En ella, el profeta habla del siervo de manera dual, i.e. tanto individualmente cómo comunalmente refiriéndose al pueblo de Israel cómo un único siervo que manifiesta al mundo la gloria de Dios (Isaías 49:1 y 3), que como hemos visto, se logra en la acción amorosa de sacrificio.  De la misma manera, es precisamente dentro de esta paradójicamente simultanea identidad individual y comunal que Pablo saluda a la Iglesia en Corinto al afirmar que han sido ‘llamados a ser santos en Jesucristo’ (1 Corintios 1:2), a quien identifica en otros lugares como la cabeza de un solo cuerpo, la Iglesia (Colosenses 1:18).

Hace unas semanas, en Navidad, vimos en las palabras de Gregorio de Nazianzo que la llegada del Hijo de Dios Encarnado, fue, por así decirlo, una recreación de la familia humana, llevada a cabo por El mismo que los había formado de acuerdo a su semejanza al principio (Oracion 38:4).  Hoy, damos un paso más allá y encontramos que esta recreación toma lugar con la ayuda de la gracia divina dentro de nuestras propias vidas aquí y ahora cuando asumimos la misma actitud de Jesucristo (Filipenses 2:5); en otras palabras, cuando asumimos la actitud del Cordero de Dios, y ¿qué es esa actitud? En Filipenses, Pablo nos dice que la actitud del Cordero de Dios es una de humilde y obediente donación; una actitud que no se apodera de la vida divina para hacerla su propia, aparte de El a quien verdaderamente le pertenece, y quien, a la vez, experimenta la exultación de la gloria del Padre (Filipenses 2:6-11).  El teólogo suizo Hans Urs von Balthasar lo describiría como la respuesta Eucarística del Hijo al Padre, que tomo lugar desde toda la eternidad, una respuesta que, en virtud de su creación en el Hijo, toda la creación es destinada a imitar según su naturaleza (Teo-Drama, Vol. 4: La Acción, pag. 328-329).

Amigos míos, hoy somos llamados a vivir la respuesta del cordero de Dios que viene a ofrecer su vida por nosotros diciendo, este es mi cuerpo, que es entregado por ustedes (Lucas 22:19), ofreciendo simultáneamente su vida al Padre, a favor nuestro, y a nosotros para que podamos ser incorporados a esa misma gloriosa vida que él ha disfrutado desde el principio (Juan 17:5 y 22).  Al final es esta respuesta del Cordero que no se apodera de la vida Divina, sino que responde eucarísticamente; i.e. dando gracias por este regalo de vida, que nos ensena lo que significa vivir una vida glorificada o resucitada que comienza aquí y ahora.  Pues, como creaturas creadas en el imago Dei, no poseemos gloria ni siquiera vida aparte de Aquel cuya imagen llevamos, en otras palabras, nuestra misma existencia es radicalmente dependiente de nuestro Creador.  Sin embargo, por esa misma naturaleza, somos hechos para participar en la gloria que nos llamo a la existencia y que manifestamos al mundo cada vez que hacemos eco de las palabras del Cordero mismo cuando les decimos a nuestros vecinos y así a Aquel cuya imagen llevan, este es mi cuerpo, entregado por ustedes.

Su sirviente en Cristo,

Tony

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